La escena es cautivadora. Llega Jesús a la pequeña aldea de Sicar. Está «cansado del camino». Su vida es un continuo caminar y recorrer los pueblos anunciando ese mundo mejor que Dios quiere para todos. Necesita descansar y se queda «sentado junto al manantial de Jacob».
Pronto llega una mujer desconocida y sin nombre. Es samaritana y viene a apagar su sed en el pozo del manantial. Con toda espontaneidad Jesús inicia el diálogo: «Dame de beber».
¿Cómo se atreve a entrar en contacto con alguien que pertenece a un pueblo impuro y despreciable como el samaritano? ¿Cómo se rebaja a pedir agua a una mujer desconocida? Aquello va contra todo lo imaginable en Israel. Jesús se presenta como un ser necesitado.
Necesita beber y busca ayuda y acogida en el corazón de aquella mujer. Hay un lenguaje que entendemos todos porque todos sabemos algo de cansancio, soledad, sed de felicidad, miedo, tristeza o enfermedad grave.
Las necesidades básicas nos unen y nos invitan a ayudarnos, echando por tierra nuestras diferencias. La mujer se sorprende porque Jesús no habla con la superioridad propia de los judíos frente a los samaritanos, ni con la arrogancia de los varones hacia las mujeres.
Entre Jesús y la mujer se ha creado un clima nuevo, más humano y real. Jesús le expresa su deseo íntimo: «Si conocieras el don de Dios», si supieras que Dios es un regalo, que se ofrece a todos como amor salvador… Pero la mujer no conoce nada gratuito. El agua la tiene que extraer del pozo con esfuerzo. El amor de sus maridos se ha ido apagando, uno después de otro.
Cuando oye hablar a Jesús de un «agua» que calma la sed para siempre, de un «manantial» interior, que «salta» con fuerza dando fecundidad y vida eterna, en la mujer se despierta el anhelo de vida plena que nos habita a todos: «Señor dame de beber».
De Dios se puede hablar con cualquiera si nos miramos como seres necesitados, si compartimos nuestra sed de felicidad superando nuestras diferencias, si profetas y dirigentes religiosos piden de beber a las mujeres, si descubrimos entre todos que Dios es Amor y sólo Amor.
Pronto llega una mujer desconocida y sin nombre. Es samaritana y viene a apagar su sed en el pozo del manantial. Con toda espontaneidad Jesús inicia el diálogo: «Dame de beber».
¿Cómo se atreve a entrar en contacto con alguien que pertenece a un pueblo impuro y despreciable como el samaritano? ¿Cómo se rebaja a pedir agua a una mujer desconocida? Aquello va contra todo lo imaginable en Israel. Jesús se presenta como un ser necesitado.
Necesita beber y busca ayuda y acogida en el corazón de aquella mujer. Hay un lenguaje que entendemos todos porque todos sabemos algo de cansancio, soledad, sed de felicidad, miedo, tristeza o enfermedad grave.
Las necesidades básicas nos unen y nos invitan a ayudarnos, echando por tierra nuestras diferencias. La mujer se sorprende porque Jesús no habla con la superioridad propia de los judíos frente a los samaritanos, ni con la arrogancia de los varones hacia las mujeres.
Entre Jesús y la mujer se ha creado un clima nuevo, más humano y real. Jesús le expresa su deseo íntimo: «Si conocieras el don de Dios», si supieras que Dios es un regalo, que se ofrece a todos como amor salvador… Pero la mujer no conoce nada gratuito. El agua la tiene que extraer del pozo con esfuerzo. El amor de sus maridos se ha ido apagando, uno después de otro.
Cuando oye hablar a Jesús de un «agua» que calma la sed para siempre, de un «manantial» interior, que «salta» con fuerza dando fecundidad y vida eterna, en la mujer se despierta el anhelo de vida plena que nos habita a todos: «Señor dame de beber».
De Dios se puede hablar con cualquiera si nos miramos como seres necesitados, si compartimos nuestra sed de felicidad superando nuestras diferencias, si profetas y dirigentes religiosos piden de beber a las mujeres, si descubrimos entre todos que Dios es Amor y sólo Amor.
José Antonio Pagola
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